Desde hace 15 años trabajo de guía turístico para esquiadores y practicantes de snowboard en las escarpadas montañas Hakkoda de la prefectura de Aomori, en el norte del Japón. Si bien es un trabajo que apasiona y tonifica, conlleva enorme responsabilidad. Turistas ávidos de aventura ponen su vida en mis manos, confiando en que velaré por su seguridad. Durante el largo viaje de subida siempre pido al Señor que me dé buen criterio y orientación física y espiritual. Le imploro además que proteja a cada persona de mi grupo.
En febrero de 2007 siete esquiadores australianos que visitaban la región me contrataron como guía privado. Se acercaba una tormenta, y si no partíamos temprano nos quedaríamos dos días varados en el refugio para esquiadores hasta que pasara el mal tiempo.
Por lo general puedo elegir entre ocho montañas; pero a causa de la borrasca, solo había una a la que nos diera tiempo de subir caminando y luego bajar esquiando antes que cerrara el centro de esquí. Fuimos el primer grupo que llegó a la estación del teleférico más cercana a la cumbre.
Cuando nos disponíamos a emprender la caminata hacia una zona más alta y aislada, otro guía me detuvo para advertirme que habría mucho viento en la cima. Habiendo capeado muchas tormentas, le dije que no preveía mayores inconvenientes.
Con el viento por detrás, nos tomó poco tiempo llegar a la cima desde donde iniciaríamos el principal descenso de la jornada. Como tengo por costumbre, llamé al refugio por teléfono celular antes de iniciar el descenso, para avisar dónde y cuándo debía recogernos el autobús al otro lado de la montaña.
En el momento en que me guardaba el teléfono en el bolsillo, nos vimos azotados por vientos huracanados y se desató un temporal de nieve. Consciente de que nos hallábamos en peligro inminente, expliqué a mi grupo que la ruta de la hondonada abierta por la que había pensado descender era demasiado peligrosa. Tendríamos que retroceder hasta una cresta donde el viento impediría que se acumulara nieve fresca, y descender por allí. Dimos la vuelta y emprendimos la marcha con un viento glacial que nos golpeaba de frente.
Mientras descendíamos despacito por la cresta prácticamente a ciegas, tuve que verificar una y otra vez que hubiera siete cabezas. Oré con fervor para que cada uno pudiese ver a la persona que tenía delante, que todos oyeran mis instrucciones, que hicieran caso de mi advertencia de no bajar por la hondonada y que el Señor tuviera misericordia y nos ayudara a descender sanos y salvos. Estoy seguro de que fue gracias a esas plegarias que muy poca nieve se desprendió bajo nuestros pies; de todos modos el avance era lento. En un momento dado, me detuve para confirmar nuestra ubicación mediante un receptor GPS, y constaté que un recorrido que por lo general se hace en apenas cinco minutos nos había llevado media hora.
A mitad del descenso vi a otro grupo a lo lejos. Sospeché que algo pasaba. Entonces grité en japonés:
—¿Necesitan ayuda?
Un escalofrío nos recorrió el cuerpo cuando nos contestaron:
—¡Socorro!
Evidentemente habían sido sorprendidos por un alud. Hasta aquel momento Dios nos había ayudado a bajar sin contratiempos, pero entonces me di cuenta de que Él había planeado algo más para nosotros. Los siete esquiadores a los que iba guiando eran miembros de una patrulla de nieve, y cada uno llevaba en su mochila un equipo completo para avalanchas. Entre todos tenían 75 años de experiencia en situaciones peligrosas.
Esquiamos hasta donde se encontraba el otro grupo, sacamos las palas y cavamos para rescatar a los que estaban medio enterrados. Tras un primer análisis, hice una llamada de emergencia por radio y envié un parte a la policía indicando nuestra posición y la situación en que se hallaba el grupo japonés. Dos de sus integrantes estaban muertos, seis tenían lesiones que nos impedían moverlos y otro estaba desaparecido.
Formamos dos grupos e iniciamos una búsqueda por sectores para dar con el que se había perdido. Lo encontramos enterrado bajo la nieve. Milagrosamente, pese a haber estado sepultado por una hora, seguía vivo. Dedujimos que el casco había creado una bolsa de aire alrededor de la cabeza que le había permitido respirar, y como el frío había reducido su metabolismo, no había necesitado tanto oxígeno. Simplemente no le había llegado la hora.
Mientras rugía la ventisca, construimos refugios de nieve alrededor de los heridos para evitar que murieran congelados, les dimos los primeros auxilios y a algunos les hicimos reanimación cardiopulmonar.
Desde el momento en que pedí auxilio hasta que las cuadrillas de la policía y del ejército llegaron adonde estábamos pasaron tres horas. Cuando por fin se personaron, ayudamos a colocar a los heridos en las camillas de rescate traídas por la policía. Todavía en medio de la tormenta, los trasladaron hasta las ambulancias que estaban estacionadas al pie de la montaña, donde además había un remolino de periodistas.
Después de siete horas en la montaña, abordamos el autobús que nos llevaría al refugio.
Los dos días siguientes fueron una seguidilla de entrevistas con reporteros de radio y televisión. El tema que surgía una y otra vez era que cualquier otro grupo que yo hubiera dirigido se habría visto impotente en una situación así, puesto que la mayoría de las personas no están debidamente equipadas ni tienen experiencia como rescatistas. Solo Dios pudo haber dispuesto que un equipo experimentado de esquiadores se reuniera ese preciso día en aquella montaña a fin de ayudar a los que quedarían atrapados por la avalancha. Además, solo por un milagro de Dios encontramos viva a la última persona, que estuvo cantidad de tiempo sepultada bajo la nieve. Un comentarista dijo que fuimos «la mano de Dios aquel día en la montaña».