Cuando era niño veía muchos peces dorados en acuarios de amigos míos. Recuerdo que pensaba cuántas personas querrían tener de mascotas unos animalitos tan pequeños y poco entretenidos.
En una excursión del colegio fuimos a un jardín botánico donde había un estanque lleno de peces. Uno de ellos se distinguía por su tamaño y tenía una tonalidad brillante.
—¿Qué pez es ese? —pregunté a nuestra guía.
—Es un pez dorado —respondió.
Quedé confundido.
—Los peces dorados son pequeños, ¿no? —pregunté con un tono de sarcasmo propio de un niño de diez años.
—En absoluto —respondió—. El pez dorado o de colores crece incluso más que estos ejemplares. Depende del tamaño de su entorno.
Tomé nota del dato, pero tardé años en sacarle una enseñanza más importante.
¿Con qué frecuencia he sido como un pez dorado en una pecera? ¿Con qué frecuencia me he limitado por mi percepción del mundo? Peor aún: ¿cuántas veces mentalmente puse a otros en una pecera? ¿Cuántas veces he desechado a alguien tildándolo de insignificante o carente de interés? ¿Cuántas veces no he llegado a ver las posibilidades de otros?
¿Cuánto más habría logrado si hubiera olvidado mis limitaciones y me hubiera atrevido a nadar más allá de los límites que yo mismo me impuse? ¿Y qué pasaría si trasladara a otros desde sus pequeños tazones al ilimitado mar de posibilidades que nos brinda Jesús?
Imaginemos un mundo lleno de personas con esa actitud, que verdaderamente creen que todo es posible y se lanzan a materializarlo. Entre todos podríamos hacer cosas increíbles. Podríamos obrar milagros.