La cobra dorada

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Andrea, de cinco años, corrió tan rápido como se lo permitían sus piernas. Subía a toda prisa por la escarpada colina en dirección a la casa de sus abuelos, que estaba en la cima. Mientras subía, su madre y su hermanita se veían cada vez más pequeñas, hasta que se convirtieron en puntitos sobre el camino que serpenteaba por la colina. Si no hubiera estado tan concentrada en llegar antes que ellas a la cima, tal vez Andrea habría notado algo.

El sol del mediodía era implacable. Andrea soplaba y jadeaba, tratando de aguantar la sensación seca y quemante en los pulmones y la de que en cualquier momento las piernas le fallarían. Finalmente cedieron.

Andrea se desplomó en la peña más cercana y cerró los ojos para descansar un momento. Entonces, ocurrió algo extraño. En vez de sentirse aliviada y relajada, en los brazos y las piernas se le puso la carne de gallina. Una oleada de alarma le recorrió la espina dorsal y se le extendió a todo el cuerpo. De algún lugar recóndito en su cabeza, salió una orden: «¡Abre los ojos!»

Ante ella se erguía una enorme cobra dorada que la miraba a los ojos y se balanceaba hacia atrás y adelante a cosa de medio metro de su cara con la mirada fija y postura amenazante. Diversas opciones le pasaron a toda velocidad por la cabeza: «¿Grito? ¿Me agacho? ¿Busco un palo o una piedra? ¡No! ¡Quédate inmóvil como una estatua! ¿No era eso lo que decía papá que tenía que hacer si alguna vez me encontraba con una serpiente?»

El ofidio silbó. Andrea se quedó completamente ininóvil, pero la serpiente no retrocedió. De repente, una segunda orden se abrió paso entre el miedo: «¡Corre!»

Sin pensarlo dos veces, se dio media vuelta y bajó disparada por la rocosa pendiente. Los pies se movían más rápido de lo que podía pensar dónde ponerlos a continuación. ¿La perseguía la serpiente? No se atrevió a mirar hacia atrás. Al poco rato había bajado la colina y estaba otra vez con su madre y su hermana.

—¿Qué pasó? —le preguntó la madre.

Emocionada, la niña relató de manera confusa lo sucedido. Aún estaba agitada y tropezaba en busca de las palabras para contarlo.

En la casa encontraron al resto de la familia reunida para una fiesta de cumpleaños. Allí estaban los tíos, los primos en primer y segundo grados, los abuelos y los hermanos. La sala quedó en silencio y todos tenían la vista fija en Andrea mientras les contaba lo que había pasado.

Cuando terminó, se reanudó la conversación. Primero eran unas cuantas palabras y luego todos hablaban del incidente al mismo tiempo. Una tía anciana se preguntaba si sería seguro que jugaran los niños en aquel terreno agreste al pie de la casa. Otra persona dijo que en esa época del año ninguna serpiente salía de su madriguera. A la primera voz de duda, surgieron otras. Alguien dijo que la niña debió de haber visto un palo que parecía una serpiente. Otros niños mayores le hicieron bromas por de la serpiente dorada, y manifestaron que buscarían por la ladera para demostrarle que no había tal cosa.

Andrea no sabía qué era peor, enfrentarse a la cobra o que nadie la creyera cuando contó su angustiosa experiencia. Después de aquel interrogatorio, estaba a punto de llorar.

Su abuelo la defendió:

—Déjenla en paz. Está claro que se asustó. No creo que nadie deba poner en duda lo que cuenta. Ya sean doradas o de otro color, es muy posible que haya serpientes ahí abajo. Demos gracias porque no le pasó nada.

Una vez que el abuelo dijo aquello, no se habló más del asunto. Por lo menos había alguien que creía a Andrea.

Pocas semanas después, el abuelo se encontraba en el hermoso mirador de madera con vista panorámica en todas direcciones de las montañas y el mar. Mientras contemplaba el brillo fluorescente del atardecer, algo le llamó la atención al pie de la colina. Entre las piedras aún calientes por el sol de la tarde había una serpiente grande de color amarillo dorado, la cual reconoció de inmediato como una de las más mortíferas del sur de África —mejor dicho, del mundo—: era una cobra del Cabo (Naja nivea).

Andrea me contó muchos años después:

—Claro que me quedé encantada cuando mi abuelo pudo dar validez a mi a mi relato. El no era ningún exagerado, y todos lo respetaban.

Después de eso, nadie dudó de lo que yo había contado. Pero quise más a mi abuelo por haberme creído cuando nadie lo hacía. Para una niña de cinco años, era perfectamente lógico que fuera él quien viera la cobra. Incluso en aquella época, comprendí que ver es la recompensa de la fe.

Saskia Smith es misionera de La Familia Internacional y vive en Taiwán.