Ahora que Chris, mi hijo mayor, tiene 13 años, he descubierto que tengo que cambiar mi estilo de comunicarme con él. Ya no es el niño de hace unos pocos años. De golpe está más alto que yo. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Si parece que apenas ayer era un inquieto chiquillo de dos años que se metía en todo.
Yo instintivamente —me imagino que eso les sucede a muchos padres— tiendo a pensar que sé lo que más conviene a mis hijos, y baso mis actos en ese suposición. Eso estaba bien cuando Chris era pequeño; pero ahora que ha llegado a una etapa en que quiere reafirmar su identidad y tomar más sus propias decisiones, veo que tengo que adoptar otra táctica y darle más participación en las mismas, es decir, tratarlo menos como a un niño y más como a un compañero de equipo.
Ahora, cuando surge una situación conflictiva, cobra más importancia que nunca tomarme tiempo para escuchar su parecer y entender su punto de vista y sus necesidades, además de explicar las mías. Juntos tratamos de encontrar entonces una solución que resulte satisfactoria para ambos y para cualquier otra persona afectada.
Cuando caigo en mi vieja costumbre de imponerle mi parecer sin considerar su perspectiva, el chico se siente sofocado, se retrae y lo privo de una oportunidad de aprender. Por mi parte, yo pierdo su apoyo y su deseo de colaborar. En cambio, cuando me acuerdo de consultar con él en vez de darle órdenes, todo resulta mejor. El muchacho progresa un poquito más en el proceso de aprender a tomar decisiones atinadas, maduras y amorosas, y nuestros vínculos de amor y respeto mutuo se ven fortalecidos.