Durante muchos años, David Berg y su esposa María tuvieron la costumbre de hacer diariamente una caminata a paso ligero para mantenerse en forma. Por una época, siempre se topaban con un hombre mayor. Con el tiempo averiguaron que era solterón y se llamaba Feliciano. Claro que de feliz no tenía nada. «Tenía la cara más amargada del mundo —recordaba Berg años después—. Siempre andaba muy bien vestido, de traje, y al parecer era alguien importante en la ciudad; pero caminaba con las manos a la espalda, mirando fijamente el suelo. Cuando María o yo le saludábamos o sonreíamos, enseguida miraba para otra parte. Tanto queríamos cambiar su mueca en una sonrisa que nos propusimos no cejar hasta conseguirlo. Nos tomó dos años… hasta que un día por fin nos devolvió la mirada. Desde aquel momento, Feliciano cambió completamente de semblante y de actitud».
Afortunadamente, la mayoría de las personas no son así de difíciles. Tu sonrisa puede ahuyentar los nubarrones que se ciernen sobre otra persona, y de paso, a ti también se te puede iluminar el día.
Es prácticamente imposible sonreír sin sentirse mejor por dentro. Sonreír no solo te relaja a ti, sino también a quienes te rodean. De hecho, desencadena todo un ciclo: Primero elimina el abatimiento y genera un clima de esperanza y alegría, lo cual hace que todo marche sin tantos sobresaltos, y a la vez te da más ganas de sonreír y más motivos para estar contento. Eso te lleva a agradecerle a Dios todo lo bueno que te da, lo que a su vez hace que Él quiera prodigarte más bendiciones aún, con lo cual acabas teniendo más razones para sonreír… Y así sucesivamente.
En el curso de la próxima hora, esfuérzate por sonreír más. A ver si eres capaz de mantener esa sonrisa todo el día. Luego trata de que te dure toda una semana, y verás cómo cambian las cosas.