No siempre ha sido fácil trabajar conmigo. Es más, a algunas personas les hacía tanta gracia tenerme en su equipo como adoptar a un puerco espín.
Parte del problema radicaba en mi excesiva competitividad. Este es un ejemplo de cómo esa porfía socavaba mis relaciones con mis compañeros: En una época compartí un cargo ejecutivo con un tal Pablo, un tipo de gran empuje, dinámico, rápido, muy organizado y capaz de realizar mucho trabajo en una sola jornada. Yo, en cambio, por naturaleza soy más despacioso, cauto y analítico. Antes bromeaba sobre mi forma de ser y decía que sólo tenía dos velocidades: la primera y la marcha atrás. Trabajar con Pablo me producía la sensación de que siempre andaba rezagado. Eso hacía aflorar mi espíritu competitivo. Me propuse entonces llevarle la delantera en todo. Si él decidía llegar al trabajo media hora antes para aprovechar bien el día, yo me esforzaba por llegar una hora antes para adelantarme a él. Si él pensaba concentrarse en determinado problema, para entonces yo ya lo había estudiado desde todos los ángulos concebibles. Esa rivalidad casi anuló nuestra eficacia.
Oré sobre el asunto, y Jesús me mostró una pequeña analogía. Me indicó que éramos como un automóvil, y que los autos tienen freno y acelerador. Si sólo tuvieran acelerador, a la primera curva que tomaran un poco rápido se estrellarían; si solamente contaran con el pedal de freno, no llegarían a ninguna parte. Para avanzar bien y no salirse de la carretera, es preciso usar el acelerador y el freno equilibradamente.
Me quedó claro lo que eso significaba para mí: En primer lugar, comprendí que esas características mías que yo consideraba malas eran en realidad puntos fuertes. El hecho de que yo me moviera más lentamente, por ejemplo, contribuía a que nuestro equipo ejecutivo fuera más meticuloso y estudiara bien las cosas con oración antes de actuar. En segundo término, en vez de ver las cualidades de los demás como una amenaza y ponerme competitivo, me hice cargo de que no debo oponerme a que mis compañeros de trabajo se destaquen en lo que saben hacer bien y que en todo caso debo ver de qué manera puedo emplear mis puntos fuertes para complementar los de ellos.
El final feliz de todo esto es que me replanteé mi modo de pensar, y desde aquel momento los dos pudimos trabajar bastante bien juntos. De eso han pasado ya algunos años, durante los cuales he tenido oportunidad de comprobar en toda suerte de relaciones la eficacia del principio de complementarse en vez de competir.