Cuando Androclo llegó al bosque, el corazón le latía con fuerza y las piernas le dolían. No conocía otro lugar seguro. Allí podría sobrevivir; se alimentaría de raíces y bayas y evitaría las fieras. No tenía muchas opciones. Si lo atrapaban, lo ejecutarían por ser un esclavo fugitivo.
Se preguntaba lo que sería vivir con el terror de ser descubierto. Cada piña que caía suavemente a la alfombra musgosa bajo sus pies bastaba para hacerlo saltar, y movía rápidamente la cabeza buscando con ojos muy abiertos la presencia de los soldados.
Necesitaba un refugio. Se percibía en el ambiente que iba a llover, y faltaba poco para que cayera la noche. Entre los árboles, observó una abertura en las rocas. Pensando que tal vez sería lo bastante grande para dormir solo una noche, se acercó.
De pronto, se detuvo. Acostado a la derecha de la abertura estaba un león. Por instinto, Androclo corrió, orando por que la bestia ya hubiera comido.
Ante la ausencia de ruidos que indicaran que lo perseguía el león, aminoró la marcha y luego se detuvo. Miró hacia atrás, y vio que el felino no lo había seguido. Es más, no hizo otro movimiento que girar la cabeza para mirarlo, y con bastante tristeza, a juicio de Androclo.
Lentamente, volvió sobre sus pasos. El león tenía dolor. Androclo le habló suavemente acariciándole la melena y el lomo, mientras buscaba la herida. Por fin la encontró. El animal tenía un corte profundo en la pata; la herida había estado sangrando por un tiempo y no daba señales de parar. Androclo desgarró un trozo de su túnica y le limpió la herida. El león se estremeció y rugió. Finalmente, se quedó dormido.
En ese momento, las nubes soltaron su carga de lluvia. Androclo se metió en la cueva y se durmió de inmediato. Había corrido mucho desde la ciudad. Despertó un rato después, cuando el león se introdujo en la caverna arrastrando la pata y se quedó junto a él; luego el animal se desplomó dando un suspiro.
La cueva era amplia, y hombre y bestia convivieron durante varias semanas. Androclo encontró por allí cerca un manantial, y los dos cazaron para comer conforme a su necesidad.
Un día, mientras Androclo sacaba agua del arroyo, sintió algo puntiagudo que le presionaba el cuello.
—¡No te muevas! —le ordenó una voz áspera—. Ofrecen una buena recompensa por los esclavos fugitivos. Ponte de pie poco a poco.
Obligado a volver a la ciudad, Androclo pensó en su amigo el león, sabiendo que jamás volverían a verse. Lo llevaron ante el emperador para que lo enjuiciara y se lo sentenció a muerte. Los soldados lo encerraron a una celda de piedra bajo el circo hasta que llegara el momento de la ejecución.
Llegó el día en que lo sacaron al circo. La multitud vomitaba palabras de odio, y se puso a ovacionar cuando soltaron al león. El animal no había comido en varios días, y los soldados lo habían azuzado para enojarlo y volverlo más feroz. Al ver al esclavo, rugió y se dirigió precipitadamente hacia su presa.
Androclo sabía que no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. De todos modos, tensó los músculos para la lucha, preparándose para sentir el dolor. Qué distinto de cuando había trabado amistad con un león doliente, no uno al que habían azuzado y aguijoneado para enfurecerlo. Cerró los ojos, esperando sentir todo el peso del animal y haciéndose fuerte para resistir los primeros zarpazos.
Pero en vez de un dolor lacerante, Androclo sintió la lengua del león le lamiéndole la cara mientras lo derribaba al suelo.
Abrió los ojos, y se vio cara a cara con su amigo del bosque. En vez de abalanzarse sobre él para matarlo, ni siquiera después de días de hambre y tormentos, el felino al que había dado tiernos cuidados le hacía fiestas como si de un amistoso perro se tratara.
Se hizo súbitamente el silencio entre la multitud. El emperador estaba atónito. Pidió que se llamara a Androclo a su presencia, y este le contó su experiencia.
El emperador anunció: «Androclo y su león quedan en libertad. Hay que recompensar generosamente este sorprendente gesto de amabilidad y gratitud entre enemigos acérrimos».