El taxista de Nueva York

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Los últimos meses habían sido muy duros. Estaba ansiosa por tener un bebé, un pequeñito que cobijar en mis brazos y que fuera mío. Dos veces había sufrido un aborto espontáneo. Le reprochaba a Dios aquellas heridas. Se las enrostraba diciéndole: «Mira lo que hiciste cuando confié en que responderías a mi oración y me darías un bebé». No lograba superarlo.

Mi marido y yo nos íbamos a mudar a Nueva York para trabajar en un hogar misionero del Lower East Side. Necesitaba ese cambio de aires. Dan se había trasladado directamente al departamento de sus padres en Manhattan, pero yo había pasado por Boston para llevar a casa de sus padres a un niño que habíamos estado cuidando. Durante el largo viaje en bus me acurruqué junto a la ventanilla y lloré.

Mi médico estaba convencido de que mi último embarazo había sido lo que denominan un embarazo psicológico, es decir, que todos los síntomas habían sido producto de mi imaginación. Aquello había sido humillante para mí, como echarle sal a la herida. No me cabía duda de que había estado encinta.

A esas alturas ni siquiera estaba segura de lo que quería. Mientras me acomodaba en el bus me asaltó una incertidumbre sobre todo lo que había creído y predicado a los demás. ¿Qué hacía yo tratando de realizar una obra misionera? ¿Cómo podía decirles a los demás que confiaran en Dios cuando mi propia fe estaba en crisis? Mi vida era como un trompo fuera de control.

Al cabo de lo que me pareció una eternidad, llegamos a la terminal de buses de Nueva York. Ya había estado en la ciudad otras veces de visita en casa de los padres de Dan, pero siempre me había sentido agobiada. La metrópoli era demasiado grande, demasiado impersonal, tenía demasiado ajetreo. Me puse a caminar como una turista hipnotizada por los rascacielos; pero en realidad no eran los rascacielos los que me hacían alzar la vista: buscaba más bien un retazo de cielo azul.

Encontré un teléfono público y marqué el número de mis suegros. Ansiaba oír la voz de Dan. Aunque varios teléfonos descompuestos se tragaron parte del escaso dinero que tenía, no me preocupé. Dan no tardaría en pasar a buscarme.

Finalmente encontré un teléfono que funcionaba y logré marcar el número. Pero nadie contestó. Me tomé un café y volví a llamar con la misma mala suerte.

Salí a la calle y me puse junto a un paradero de taxis. Noté que estaba oscureciendo. Las lágrimas que me brotaban nuevamente de los ojos me hacían ver borrosas las luces de la ciudad.

Volví a entrar y marqué otra vez el número de teléfono. Nadie contestaba. No estaba preparada para aquello. No le había indicado bien a mi marido a qué hora llegaría y no tenía la dirección de sus padres ni sabía llegar a su casa. Además, no había nadie allí. Lo único que tenía era la dirección del hogar donde íbamos a trabajar, en un barrio marginal conocido como Hell’s Kitchen.

El miedo empezó a apoderarse de mí. Volví a salir y paré un taxi. Cuando le di al taxista la dirección del hogar, me preguntó bruscamente:

—¿En serio?

Seguidamente bajó la bandera y partió.

Mientras avanzábamos a paso de tortuga en medio del denso tráfico, se me hacía que el taxímetro giraba mucho más rápido que las ruedas del auto. Saqué mi billetera y volví a contar el dinero que me quedaba. La cifra que indicaba el taxímetro se acercaba rápidamente al total que tenía. Al subirme al taxi había calculado que si no me alcanzaba la plata podía entrar en el hogar y pedir prestado lo que me hiciera falta; pero empecé a tener mis dudas.

Me incliné un poco para poder verle mejor la cara al chofer con las luces de la calle. Tenía las facciones duras y marcadas de un ex presidiario o pandillero. Recordé el tono brusco con que me había contestado al darle la dirección. Entonces me llamó la atención una gran cicatriz que le recorría la mitad del cuello. No era un hombre con el que pudiera relacionarme fácilmente o hablar de bueyes perdidos.

Volví a reclinarme en el asiento. El taxímetro ya marcaba más de lo que tenía en la cartera. Hubiera debido ser más paciente. Hubiera debido esperar en la terminal y seguir llamando a la casa. Recordé todos los titulares tenebrosos que había leído sobre taxistas que secuestran a pasajeras para abusar de ellas. ¡Había cometido un error garrafal!

Entonces hice algo que hubiera debido hacer mucho antes. Me olvidé de mis desavenencias con Dios y le dije: «Señor, ¡estoy en un brete! Te ruego que me indiques qué hacer. ¿Debo pedirle que se detenga y quedarme varada en una ignota esquina de Nueva York? El chofer no da la impresión de ser una persona muy comprensiva. Perdóname por haber sido tan insensata y haberme portado mal contigo. Protégeme y muéstrame qué puedo hacer para que me lleves sana y salva a mi destino».

La respuesta que me vino mentalmente fue enfática. «Háblale a este hombre de Mí como si todo dependiera de eso». Antes de que se me ocurriera una excusa para no hacerlo, respiré profundamente y me lancé.

—Tengo que hacerle una confesión. Este viaje me va a costar mucho más de lo que tenía previsto y no tengo suficiente para pagarle. Debí habérselo dicho antes. Me dirijo a un hogar misionero en el que vamos a trabajar mi marido y yo. No conozco muy bien Nueva York y no sabía que el viaje iba a ser tan largo. Lo siento mucho. Cuando lleguemos tendré que entrar a buscar un poco más de plata. Mi marido y yo procuramos vivir como lo hacía Jesús, predicando el Evangelio a todas las personas con quienes nos cruzamos. Confiamos en que Él provea para nuestras necesidades día a día.

Mientras hablaba, Jesús iba poniendo palabras en mi boca:

—¿Sabe usted? Hay mucha gente que necesita sentir el toque sanador de Jesús. Él tiene solución para todo, sea lo que sea. Es capaz de curar cualquier herida y de aliviar todas las penas del corazón. Para establecer contacto con Él basta con hacer una breve oración. ¿Alguna vez le ha pedido a Jesús que entre en su corazón?

Se hizo un largo y pesado silencio. Luego el hombre tosió y se puso a sollozar. Mi incliné hacia adelante y vi que le corría una lágrima por la mejilla.

—Mi abuela me llevaba a la iglesia cuando era niño —comenzó a contarme con voz profunda y cargada de emoción—. Me hablaba de Jesús. Yo hasta rezaba con ella. Pero después que murió nadie volvió a hablarme de Él. Usted tiene razón. Hay muchísima gente que necesita sanarse. Yo mismo lo necesito. He llevado una vida horrenda. Mi abuela se avergonzaría de mí por todas las maldades que he cometido. Ya es tarde; no creo que Jesús pueda perdonarme.

Entonces me tocó a mí contener las lágrimas.

—A Jesús lo crucificaron entre dos maleantes. Uno de ellos le pidió que lo perdonara, y Jesús le dijo: «Este día estarás conmigo en el paraíso». Jesús explicó que no había venido a predicar a los buenos ni a los que se creían autosuficientes. Se dirigió a los borrachos y a las prostitutas, a las personas que tenían claro que necesitaban de Él. También quiere ayudarlo a usted. Lo único que tiene que hacer es pedirle perdón. Él lo perdona todo.

Se me pasaron por la cabeza escenas de mi pasado reciente. Recordé mis dudas y mi falta de confianza en Él en los momentos en que arreciaban las pruebas.

—Él es capaz de perdonarnos aun cuando dudamos —le dije con voz entrecortada—. Cuando nos damos cuenta de que tenemos que confiar en Él con toda el alma y reconocemos que Él entiende al detalle nuestras necesidades y que nos responderá en el momento indicado, entonces puede obrar Sus milagros más portentosos.

—No se preocupe por el dinero —interrumpió el taxista—. La llevaré a donde tenga que ir y pagaré yo. Lo que usted hace es muy importante. Hell’s Kitchen está lleno de personas que necesitan que usted les hable del Cielo. A partir de ahora rezaré más y me esmeraré para ser una mejor persona. A usted me la envió Dios.

Llegamos al hogar y se bajó a ayudarme con los bolsos. Lo abracé y le dije que Jesús nunca lo defraudaría. Esperó a que saliera alguien a recibirme y se despidió con una sonrisa.

Así fue como llegué sana y salva. Me comuniqué con mi marido, que se disculpó por no haberse quedado junto al teléfono. Calculaba que yo llegaría más tarde.

Los que me oyeron relatar lo ocurrido con el taxista se quedaron perplejos. Me dijeron que los taxistas de Nueva York tienen fama de ser de los más duros del mundo. Nunca dan un viaje gratis a nadie. Fue un milagro.

No obstante, para mí el verdadero milagro no había sido el viaje gratuito, sino que dos personas alejadas de Dios hubieran sentido Su amorosa intervención. Las lágrimas de aquel rudo taxista me llevaron a tomar conciencia de eso. Las palabras que Dios me había dado para él eran justamente las que necesitaba oír yo. Dios me había enviado a aquel taxista.

P.D.: Al poco tiempo me vinieron sensaciones raras. Algo crecía dentro de mí. Era la criatura por la que había orado.

Joyce Suttin es integrante de La Familia Internacional en EE.UU.