Bumerán

boomerang

De niña, la primera vez que fui al circo quedé maravillada, boquiabierta, al ver los espectáculos simultáneos que se presentaban en las tres pistas. En una había animales con un domador, y en otra unos saltimbanquis que volaban por los aires. Sin embargo, lo que más me interesó fue lo de la tercera pista. Una chica y un muchacho arrojaban unas armas de colores brillantes, que una vez que cruzaban la pista volvían a las manos del que las había arrojado. Cualquiera que fuera la dirección en que tiraban esos artefactos, describían una curva y retornaban rápidamente a los artistas, que los tomaban y volvían a arrojarlos.

Me quedé mirándolos atónita. ¿Qué fuerza misteriosa alteraba el curso de aquellos objetos y los hacía volver a su punto de partida? «Son bumeranes», oí decir a alguien a mi lado. Era la primera vez que escuchaba ese vocablo, y se me quedó grabado.

Huelga decir que desde entonces he oído esa palabra muchas veces, y también he visto cumplirse el efecto bumerán. La vida misma es un bumerán. Todo lo que hacemos vuelve a nosotros en algún momento, en algún lugar. La Palabra de Dios dice: «Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará». Todas las palabras y acciones que lanzamos por ahí, algún día vuelven a su punto de origen.

Es extraña la trayectoria circular que describe un bumerán para finalmente regresar a la persona que lo arrojó. La ley de la compensación opera de la misma manera. Todo lo que el hombre echa a rodar por el mundo a la larga vuelve a él. Si reparte pan de bondad, la bondad vuelve a él; si despide maldiciones, maldiciones caerán sobre él. Tanto lo bueno como lo malo, en algún momento nos alcanza, muchas veces habiendo cobrado más ímpetu aún.

A veces sucede enseguida, como el caso de una señora a la que escuché en el supermercado hablando a su hijo en tono exasperado e impaciente. Cuando el niño le contestó de la misma manera, pensé: «El bumerán que tiró esa madre viró y volvió a ella».

En otros casos, puede llevar años. Conocí a una señora que me pidió que rezara por su hijo ya crecido que andaba por mal camino. «Antes todo era muy distinto —me dijo—. Cuando era pequeño no reparé en el efecto que tenía en él mi conducta. Lo que para mí era pura diversión estaba menoscabando sus valores. Luego, cuando terminó entre rejas, no pude menos que pensar que aquello era el reflejo difuso de mis propios actos». La vida de su hijo, al igual que el metal fundido, había ido a parar al molde y se había endurecido. El bumerán se le había tirado encima.

Cierta mañana visité a dos mujeres en el mismo hospital. La habitación de la primera estaba llena de flores, de tarjetas y de cantidad de lindos regalitos de amigos y conocidos. A la paciente le habían llovido esas atenciones y prendas de bondad y empatía. Era un reflejo de su propia vida, pues a lo largo de los años había sembrado amor y consideración en la vida de los demás. En aquel momento en que se hallaba postrada en el hospital, todo aquello le estaba volviendo.

En otra habitación del mismo pasillo yacía la otra mujer, sola. En su rostro tenía dibujadas las líneas de la amargura, el resentimiento y la suspicacia. El egoísmo había arruinado su vida. Ahí estaba, igual de inmersa en sí misma, igual de recelosa y criticona que siempre, mirando la pared, una pared tan dura, fría y desnuda como los muros que había construido en derredor de sí toda su vida. Terminó sola frente a la muerte.

¡Qué ambiente tan diferente se percibía en una habitación y en la otra! El bumerán había vuelto a aquellas dos mujeres, pero de formas muy distintas.

«Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir». Todo el que se conduzca desinteresadamente, preocupándose de los demás y ayudándolos a llevar sus cargas, aliviando su dolor y contribuyendo a satisfacer sus necesidades, sin duda verá algún día que ese bumerán le vuelve trayendo bendiciones.

Virginia Brandt Berg (1886-1968) fue una famosa pastora y predicadora.