Hoy me despertó temprano un coro de pájaros con sus trinos, gorjeos y conversaciones. Sus melodías eran sonoras y alegres y resonaban en el aire; era el sonido envolvente de la naturaleza. A principios de la década de los noventa, estaba acampando con varios amigos en unos bosques próximos cerca de Mostar, la ciudad de seiscientos años de antigüedad tan mencionada en las noticias durante la guerra entre las repúblicas desgajadas de la antigua Yugoslavia.
Las notas de los pájaros subieron en tono y volumen, para desvanecerse luego y quedar casi en un susurro para nuevamente ir en crescendo y sonar triunfantes y llenas de entusiasmo y alegría. Las dificultades que afrontaba este país tan dividido eran lo que menos preocupaba a los pajarillos. Casi quince años después de terminada oficialmente la guerra, los católicos croatas, los musulmanes bosnios y los ortodoxos serbios todavía están aprendiendo a convivir en las mismas ciudades, trabajar en armonía y perdonar.
Salí a pasear junto al río y observé el paisaje: la carretera estaba llena de baches, había bancos sin asiento; un puente semidestruido, un pequeño café sin puertas ni vidrio en las ventanas, los arriates invadidos de malas hierbas. Me recuerdo a mí misma que no debo pisar la hierba. ¡Puede haber minas! Por unos momentos me olvidé de los pájaros. ¿Por qué sucedió eso? ¿Quién fue el responsable de tal desastre?
Mientras me acercaba a las ruinas tambaleantes del puente, observé un pájaro en una de las barandas. ¿Se acordaría el pájaro? ¿Habría visto a alguien morir en aquel lugar? ¿Habría oído los disparos?
Entonces el pájaro se puso a cantar, y olvidé esos interrogantes. Su cuerpecito se estremecía mientras cantaba con todas sus fuerzas. Parecía cantar con toda su alma. Sonaba con tal fuerza y convicción que me dieron deseos de cantar. Parecía que cantaba al sol naciente, al nuevo día, al cielo azul, a una nueva jornada llena de esperanza, a las flores, al apacible bosque, a las aguas frescas que corren relucientes y lavan y se llevan lo caduco. El pájaro no pensaba en la impresión que causaría su actuación. Se limitaba a cantar con todo su ser.
No sé cuánto tiempo me quedé sentada observándolo, pero me olvidé de todo lo demás. Escuché y canté con él. Canté a la libertad que sentía surgir en mí, a las nuevas posibilidades, a nuevas formas de mirar la vida, a un nuevo día rebosante de esperanza, a la belleza de la creación y sobre su gentil Creador, al gran amor que lava los errores del pasado. Fue una sensación grata y liberadora.
Olvidémonos de las diferencias étnicas. Olvidémonos de las relaciones interrumpidas. Olvidémonos de los errores de quien jamás pidió perdón. Aprendamos de las aves. ¡Cantemos con todo nuestro ser y todas nuestras fuerzas!