Hace algún tiempo, un amigo mío regañó a su hija de tres años por malgastar un rollo de papel de envolver de color dorado.
Resulta que la niña había intentado decorar una caja que quería poner debajo del árbol. La situación económica no daba para derroches, y aquel papel era costoso. Pese a ello, la mañana de Navidad la niñita le llevó el regalo a su padre y le dijo:
—Esto es para ti, papi.
Primero se sintió incómodo por su exagerada reacción anterior. Sin embargo, volvió a perder la paciencia al comprobar que la caja estaba vacía.
—¿No sabes que cuando haces un regalo debes poner algo dentro de la caja? —la sermoneó.
La niñita lo miró con los ojitos llenos de lágrimas y le dijo:
—Papi, no está vacía. Soplé besitos dentro. Son todos para ti, papi.
Esas palabras fueron demoledoras para él. Abrazó a la nena y le rogó que lo perdonara. Me contó que durante años guardó aquella caja junto a su cama.
Cuando estaba descorazonado, sacaba de ella un beso imaginario y recordaba el amor de la niña que lo había puesto allí.