Café y perdón

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Luego de una demora de tres horas en la partida de mi vuelo de regreso a causa de la niebla en una ciudad fría del norte, me acomodé, cansada, en mi asiento. Pensaba en lo a gusto que me sentiría de vuelta en casa con mis seres queridos.

Una voz amable y amistosa en un inglés bien pronunciado interrumpió mis pensamientos:

— ¿Le molesta que tome uno de estos asientos?

—No, para nada. Un momento, voy a retirar mis cosas para que no le estorben —respondí sin levantar la vista mientras me esforzaba por pasar a mi asiento mi bolso y mi gruesa chaqueta. Me volví, y vi a un joven de veintitantos años con una agradable sonrisa que esperaba paciente en el pasillo. Pasó al otro lado de donde yo estaba, arregló sus pertenencias e intercambiamos unas frases triviales mientras nos presentábamos.

Se llamaba Robert, y trabajaba para la aerolínea. Resulta que hace este trayecto para inspeccionar el servicio. Media hora después, me mostró en su computadora portátil fotos de su esposa y de su adorable hijo de dos meses. Sacando mi álbum de fotos, le hablé de mi esposo, mis hijos y mis nietos. Al poco rato parecía que fuéramos viejos conocidos.

Jesús, ayúdame a ser una bendición para Robert en el breve tiempo que estemos sentados juntos, oré en silencio durante una pausa momentánea en la conversación, mientras los auxiliares de vuelo nos servían la comida.

Corrí mi suave y esponjosa chaqueta más abajo en mi regazo para poder bajar la mesita, y proseguimos la conversación. Pregunté a Robert si le gustaba su trabajo, y le hice algunas preguntas sobre otros aspectos de su vida. Él me hizo preguntas parecidas, y le hablé de mi vida cristiana, y de que de la lectura de la Palabra de Dios y la comunicación con Jesús por medio de la oración saco fuerzas y soluciones para los muchos desafíos que encuentro a diario.

Robert respondió que seguía de forma poco rígida la filosofía budista, y creía importante esforzarse por hacer el bien a nuestros semejantes.

Tras otra breve pausa, mientras la aeromoza nos servía café, me dijo: «Procuro ser bueno con todos pero, ¿sabe usted?, tengo un conflicto de larga data que no puedo resolver por mucho que me esfuerce».

Seguidamente me habló de un doloroso agravio del que habían sido víctimas él y su familia. Confesó que sentía un gran odio hacia los autores del daño, los cuales jamás habían reconocido que obraron mal con él y con su familia, y mucho menos intentado reparar el daño.

—Si por lo menos pidieran perdón, los perdonaría, pero no lo haré hasta que lo pidan. Es que no puedo.

—¿Ha tratado de perdonarlos, Robert? —le pregunté.

—Me resulta imposible —repitió, negando con la cabeza y bajando la vista.

—Dios se especializa en esa clase de perdón, y puede ayudarlo a perdonarlos, ¡porque para Él nada es imposible! —le aseguré tranquilizándolo.

Hablamos del tema por un rato. Le conté algunas de mis experiencias relacionadas con el resentimiento y el rencor por ofensas y reveses cuya culpa achacaba a otros. Expliqué a Robert que Jesús nos enseñó a amar incluso a nuestros enemigos. Y añadí:

—Jesús me transformó milagrosamente cuando lo recibí en mi corazón.

Luego le expliqué que no solo me había ayudado a perdonar, sino también a superar la herida interior y la ira y amar a los que me agraviaron. Reconocí que esto era un milagro de Dios ni más ni menos, y le volví a asegurar que Jesús podría hacer lo mismo con él.
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—¡Ni siquiera reconocen que han hecho algo malo! ¡Esto me saca de quicio! Cada vez que lo pienso, revivo el dolor.

—Robert —le respondí—, a mí me parece que ese resentimiento que guarda le hace más daño a usted que a nadie. Está permitiendo que las acciones de otros rijan sus sentimientos, pero puede superar esas emociones negativas.

»Además, ¿alguna vez ha pensado que es posible que esas personas no hayan pedido perdón ni reconocido que hicieron algo malo porque no lo saben? Es muy probable que el orgullo les impida comprender que han obrado muy mal y deben por tanto reparar el daño hecho.»

—No sé… —repuso Robert.

En ese preciso instante, una joven pasó junto a mí por el pasillo, zarandeando su bolso detrás de ella, el cual me volcó la taza de café sobre mi regazo, sobre la chaqueta, y por las perneras de mis pantalones vaqueros. Tomé tantas servilletas como encontré, limpié lo que pude y me resigné pensando que el resto se quedaría así hasta que llegara a casa.

Entonces descubrí al final del pasillo a la causante del percance, y vi que esperaba a la puerta del baño, totalmente ajena a la pequeña catástrofe que había causado en el asiento 25C.

Me volví hacia Robert, que también se había dado cuenta con todo detalle, y le dije:

—¿Sabe?, esa chica no vio lo que hizo. No creo que deba exigirle disculpas. Ahora puedo elegir entre dejar que este incidente me arruine el resto del viaje o seguir adelante y no dejar que domine mis pensamientos y emociones. Prefiero dejar que Dios me ayude, aun en algo tan insignificante. A Él no le cuesta ayudarme a ser feliz, si le doy una oportunidad pidiéndoselo.

Robert miró hacia el techo, asintió con la cabeza, y con cierta timidez, dijo:

—¡Tiene mucho sentido!

Poco después, nuestro avión llegó a su destino, y Robert prometió que reflexionaría bastante sobre nuestra conversación.

El feliz desenlace fue que Robert me visitó a los pocos días, y oró recibiendo a Jesús como salvador. Ahora tiene el don del amor de Jesús en su vida, que le da más misericordia de los demás y le ayuda a entenderlos mejor. No solo eso; ahora sabe que necesita que se le perdone por haber obrado mal, entre otras cosas por no perdonar a quienes lo agraviaron.

Para Robert, la liberación total del resentimiento comenzó dando un paso sencillo como es recibir a Jesús en su corazón y pedirle amor, entendimiento y la capacidad para perdonar. La maravillosa verdad es que Jesús ofrece lo mismo a todo el que simplemente se lo pida.

Diana Flores es misionera de La Familia en Mexico