Algunos de mis años más tiernos los pasé en Cincinnati. Todavía recuerdo el enorme árbol navideño de la Plaza de la Fuente, los brillantes decorados, las melodías de los villancicos en las calles. En la calle East Liberty, donde vivíamos, mi madre siempre ponía un árbol navideño con velas de verdad. Eran unas velas mágicas que al combinarse con el abeto desprendían un aroma a bosque, único e inolvidable.
Cierta Nochebuena, cuando tenía 12 años, había salido con mi padre —que era ministro de Dios— a hacer unas compras navideñas de última hora. Me tenía cargado de paquetes y yo estaba cansado y de mal humor. ¡Cuánto deseaba llegar a casa! En ese momento se me acercó un mendigo. Aquel hombre andrajoso, sucio y con cara de no haber dormido extendió una mano, que parecía más una garra, y me pidió dinero. Tan repulsivo era que instintivamente me aparté.
En tono bajo mi padre me dijo:
—Norman, es Nochebuena. No debes tratar a alguien así. Sin mostrar señal de compunción, repliqué:
—Papá, no es más que un mendigo.
Mi padre se detuvo.
—Puede que haya desperdiciado su vida, pero eso no lo hace menos hijo de Dios. Acto seguido, me dio un billete de un dólar, que por aquel entonces era mucho dinero, sobre todo para lo que ganaba un pastor.
—Quiero que le entregues este billete a ese hombre, que le hables con respeto y le digas que se lo das en nombre de Cristo.
—Papá —protesté—, no puedo hacer eso. La voz de mi padre adquirió tono de firmeza.
—Ve y haz lo que te digo.
A regañadientes y de mala gana, corrí tras el mendigo y le dije:
—Discúlpeme, señor, le doy este dinero en nombre de Cristo.
Fijó los ojos en el billete y luego me miró perplejo. De golpe una sonrisa le iluminó el rostro, una sonrisa tan bella y llena de vida que ocultó su aspecto sucio y andrajoso. Me olvidé que era un viejo harapiento. Con un gesto casi de caballero distinguido, se quitó el sombrero y gentilmente me respondió:
—En nombre de Cristo se lo agradezco, joven.
De repente se disiparon mi irritación y mal humor. La calle, las casas, todo lo que me rodeaba cobró en ese instante un aura de belleza, pues había tomado parte en un milagro que desde enton-ces he visto muchas veces: la transformación que se produce en alguien cuando uno lo mira como hijo de Dios, cuando le brinda amor en nombre de un niño nacido hace dos mil años en un establo en Belén, una persona que aún vive y camina a nuestro lado y hace notoria su presencia.
Ese fue el descubrimiento que hice aquella Navidad: el oro de la dignidad humana, que yace oculto en cada alma esperando que le demos ocasión de brillar.