Una noche en-tren-tenida

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Jack se sentó en el frío vagón y se caló la gorra tapándose las orejas. Junto con el resto de los pasajeros, llevaba varias horas varado, porque la locomotora de vapor y el primer vagón del expreso habían descarrilado donde el diablo perdió el poncho. No quedaba otra que esperar a que llegaran a auxiliarlos. Corría el año 1959, y era pleno invierno y muy entrada la noche. No había calefacción ni luz, aparte de unas pocas linternas que tenían el maquinista y algunos pasajeros.

Jack sabía que pasaría algún tiempo hasta que en algún punto del recorrido alguien notara que el tren no llegaba y diera la voz de alarma. Se enviarían cuadrillas de rescate, si bien con cierta precaución. Podría enviarse un tren, pero con suma cautela, ya que era posible que se encontrara más adelante con un convoy atrasado corriendo en dirección opuesta. El sistema de señalización en aquella parte de la línea era anticuado. Jack lo sabía, porque era muy aficionado al mundo del ferrocarril. Llegó a la conclusión de que la búsqueda empezaría al rayar el alba.

Él y otros pasajeros salieron del tren como buenamente pudieron una vez que este se detuvo con un movimiento brusco. La locomotora y el primer vagón habían quedado atascados sin volcarse en un grueso terraplén de grava. Providencialmente, no hubo víctimas mortales, aunque el conductor y el fogonero tenían graves lesiones en la cabeza.

A fin de que pudieran soportar mejor aquella gélida noche, los habían llevado a uno de los vagones en compañía de los otros pasajeros, algunos de los cuales también habían resultado heridos. La sensación general era de impotencia y temor, ya que sabían que eran escasas las posibilidades de que los rescataran antes del amanecer.

Entonces alguien se puso a cantar en el vagón de Jack. Era un antiguo tema de Vera Lynn, que había sido bastante popular durante la Segunda Guerra Mundial, The White Cliffs of Dover. Al poco rato, todos los pasajeros del vagón lo cantaban con él. Cuando terminaron, alguien entonó otra canción.

«Cantamos toda la noche —recuerda Jack—. Daba igual qué canción: temas populares, clásicos de comedias musicales, himnos de iglesia y hasta villancicos. La idea era no parar de cantar. Nos mantuvo con buen ánimo. Se nos juntaron pasajeros de otros vagones, y nos apiñamos tanto como pudimos para calentarnos. Casi nadie se conocía, pero todos éramos camaradas en la calamidad y nos animábamos mutuamente.

»Constituíamos un grupo heterogéneo en el que había reclutas que volvían de un permiso, familias jóvenes, varios ancianos e incluso algunas personas a las que uno evitaría de noche. Toda barrera social quedó eliminada. En el momento del accidente, Clifford —después me enteré de que así se llamaba— desahogó su frustración con una retahíla de blasfemias como nunca oí en la vida. No obstante, fue él quien rescató al maquinista y lo llevó a cuestas hasta nuestro vagón y lo cuidó toda la noche como una especie de ángel enfermero. Era un verdadero diamante en bruto.

»He sido bastante dado a juzgar por las apariencias, y en el caso de Clifford tengo que reconocer que me equivoqué, como probablemente me pasó tantas otras veces. No hay nada como una catástrofe para sacar a relucir las mejores cualidades de las personas.

»Fue una noche increíble en muchos sentidos. No tardé en entablar amistad con muchos de los presentes. Casi lamenté que llegaran las cuadrillas de rescate a primera hora de la mañana.»

Aquella fatídica noche, Jack y los otros pasajeros trabaron amistades que duraron toda la vida. Resolvieron reencontrarse cada año en la fecha del accidente. Jack fue a la boda de todos y a los funerales de algunos. Clifford se hizo camillero de un hospital y más tarde se integró a un servicio de ambulancias. Pocas semanas antes del descarrilamiento, Clifford había salido de la cárcel. Aquella noche se dirigía hacia donde tenía pensado ajustar cuentas pendientes con varios ex amigos. Clifford confesó a Jack en un encuentro que tuvo lugar años más tarde: «Aquel accidente impidió que arruinara toda mi existencia».

Jack prosiguió su vida. Entre otras cosas, llegó a ser mi padre. Se podría decir que no fue una persona muy destacada, pero aquella noche le dejó una enseñanza que jamás olvidó y que le gustaba contarme. A veces, las experiencias más sombrías resultan ser las mejores de la vida y pueden ayudarnos a forjar las mejores amistades.

«Dios logra Sus mayores victorias de aparentes derrotas.» Virginia Brandt Berg