Un letrero en grandes letras rojas nos miraba fijamente mientras avanzábamos a duras penas por el denso tráfico, maniobrando entre baches y cunetas de grava que habían convertido el otrora pavimento liso en una pista para carreras de obstáculos. «ESTAMOS EN OBRAS. DISCULPE LA MOLESTIA», decía. Desde que se había iniciado una obra de ampliación vial varios meses antes, el ruido, la tierra, los obreros sudorosos y las calles congestionadas habían pasado a formar parte de nuestra realidad cotidiana. El tráfico siempre había sido muy pesado en aquel tumultuoso sector de Bangkok. Pero con las obras tenía visos de pesadilla.
Colocaron barricadas para concentrar en un solo carril el tráfico de tres. Luego llegaron los excavadores a levantar el asfalto, para lo cual debían golpear y martillar 24 horas al día. El polvo lo cubría todo. El trayecto de una hora para llegar al centro tomaba el doble a causa de los atascos, que soportábamos irritados en medio de una nube de partículas y gases de los tubos de escape de los autos.
—¿Por qué tienen que hacer todas estas obras aquí? —era la queja de rutina que yo le soltaba a mi padre en nuestro viaje semanal para dar clases de inglés en un orfanato cerca del centro—. Esto es desquiciante. ¡Qué complicada nos hace a todos la vida!
Papá, que hace mucho dejó atrás la idea de que el mundo existe expresamente para hacerle más cómoda la existencia, me miraba con cierta compasión, sin musitar palabra.
Con el tiempo me acostumbré al ruido y las molestias. Papá y yo descubrimos que el trayecto en auto era una excelente oportunidad de comunicarnos sobre pequeños incidentes que con el ajetreo cotidiano no habíamos tenido oportunidad de contarnos.
Finalmente llegó el día en que se detuvo el golpeteo de los martillos neumáticos, se fueron llevando los letreros amarillos uno por uno y trasladaron las barricadas, con sus señales en letras rojas y sus luces intermitentes de color naranja, a otra zona en obras.
La semana siguiente hicimos nuestro viaje habitual al orfanato y, como siempre, me preparé para el largo recorrido. Minutos después, papá condujo la camioneta hacia una rampa de entrada, y de golpe nos encontramos viajando a toda velocidad por encima de cientos de vehículos atascados en las calles de la ciudad. Gracias a la autopista elevada que acababan de construir —con un pavimento impecable, libre de intersecciones y semáforos—, llegamos al orfanato en tiempo récord: apenas quince minutos.
De regreso a casa, mientras conducíamos rápidamente por encima de las calles congestionadas y las bocinas de los coches, papá rompió el silencio.
—¿Todavía deseas que no hubieran construido nada aquí?
—¡Claro que no! —respondí, cayendo repentinamente en la cuenta de que las perturbaciones que habíamos aguantado no eran nada en comparación con los beneficios que a partir de entonces disfrutaríamos largamente.
—La vida está llena de obras —dijo papá—. Debes procurar estar agradecida por ellas y tener paciencia. Dios está trabajando y construyendo cosas mejores.